Diya está feliz, hace algunos días que no ha habido un solo bombardeo y su madre ha asegurado que podrá ir a la escuela. Sale de casa con su mochila verde y su mejor sonrisa, camina dos cuadras entre los escombros para encontrarse con Gamali, hola camello, le dice en alusión a su nombre y ambos se sonríen. La escuela está cerca, están seguros de que no será bombardeada de nuevo por los aviones israelíes, casi nunca repiten los blancos, como si quisieran despojarles sistemáticamente de todo. Él pregunta por su su hiyab, ella le responde que ya no lo puede usar, su padre le indicó que las autoridades de ocupación lo han prohibido, pues les impide reconocer a las personas y por lo tanto no pueden vigilarlas. Gamali se encoge de hombros, mejor, así veo tu cabello flotar con el viento. Los dos niños ríen al tiempo de llegar a una casa casi derruida. Fadi, su profesor los recibe con una sonrisa. Este día no vamos a estar muchos, la mayoría ha salido al entierro de Jabalah, dice a manera de explicación al ver la cara de sorpresa cuando constatan los pocos estudiantes presentes. A medio día una patrulla israelí ingresa al aula y saca a empellones a Nasim, de apenas diez años. Según dicen, estuvo repartiendo volantes en los que se afirmaba que los palestinos tenían derecho a un gobierno propio y a creer en el Dios que ellos quisieran. No es el primer niño detenido. Fadi se muerde los labios para no protestar, sin embargo, antes de que los soldados acaben de salir, emite un largo lamento, el soldado se regresa furibundo y le propina un golpe con la culata de su galil 5.56. Desde ahora este centro subversivo queda cerrado, anuncia el militar. Aun sin aire, el profesor musita: ¿y dónde van a estudiar mis niños? El uniformado sonríe siniestramente y sentencia: En ninguna parte, no necesitan estudiar.
Los chicos salen tristes, se juntan cuatro para regresar a casa, no caminan ni dos cuadras cuando otra patrulla israelí les corta el paso, les hace desperdigar todo el contenido de sus mochilas en la calzada, lo revuelven todo, les pasan sus manos enguantadas por todo el cuerpo en busca de algo que justifique la agresión. Al no encontrar nada, les prohíben seguir juntos. Vayan solos, así no conspiran dice el milico. Esa noche Diya no puede dormir, los aviones han regresado, cada latido es una nueva explosión. A lo lejos ve surgir columnas de humo por allá, por la universidad, por lo que queda de ella, piensa con tristeza en la escasa biblioteca que seguramente será presa de las llamas. Qué poco nos queda, dice entre sollozos, y nadie hace nada. ¿Dónde está dios que no escucha nuestro lamento? y se desploma al recibir el impacto preciso de un franco tirador.
Patricio Almeida
Publicado en “Para qué la guerra” en octubre del 2019
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