El agotamiento de la figura de femicidio
Constantemente
la prensa informa sobre nuevos casos de femicidios, y se alzan voces indignadas
sobre la persistencia (y aun el aumento) del fenómeno. Ahora fue el caso de
Úrsula Bahillo, una casi niña de 18 años, y luego serán otras. Cada uno de
estos asesinatos duelen. ¿A nadie se le ocurrió pensar que han fracasado las
políticas para impedirlos, comenzando por la propia figura del “femicidio”? “Femicidio”,
o su sinónimo “feminicidio” es, según la Real Academia Española, el “asesinato de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia”. ¿Acaso importa el motivo, si el hecho
resulta evitable? En nuestro país, y en muchos otros, se ha adoptado un
paradigma punitivo para intentar combatir este fenómeno, generando más
problemas que soluciones, obturando formas de intervención que podrían ser más
eficaces para minimizar el fenómeno. Es necesario analizar con algún
detenimiento la cuestión para poder pensar formas alternativas. En primer lugar, esta figura penal rompe un
principio básico de igualdad ante la ley: implícitamente la vida de una mujer
se considera más valiosa que la de un hombre, toda vez que es penado con mayor
gravedad la muerte de una mujer a manos de su pareja o ex pareja, que a la
inversa.
En segundo lugar, la acción punitiva sólo es
eficaz a posteriori del hecho. La reacción
estatal no impide la conducta. La conducta de un potencial asesino no se rige
racionalmente; ningún homicida hace cálculos racionales para desistir de su
acción. La complementación con cursos informativos (ley “Micaela”) es de una
ingenuidad conmovedora: descansa en el supuesto de que mediante un curso (o
varios) se incide de manera decisiva en la idiosincrasia de una población.
En tercer lugar, subyace a estas posturas la
idea de que una mayor pena elimina o morigera un tipo de delito. Está harto
demostrado en el mundo que no es así.
En cuarto lugar, medidas “precautorias” como las
restricciones perimetrales quedan, en la mayoría de los casos, libradas a que
el potencial agresor las cumpla voluntariamente, ya que no hay capacidad
estatal real de imponerlas.
Todo esto revierte en nuevas muertes evitables,
ya que éste es, quizás, el tipo de homicidio más previsible y, por lo tanto,
más posible de impedir. Pero para eso es necesario abandonar el paradigma
punitivo, que organiza una disposición muy conveniente para otras cuestiones
que luego abordaremos, a saber: mujer-potencial víctima; hombre-potencial
victimario. Ver a la mujer como un sujeto pasivo, blanco de agresión, refuerza
su lugar de inacción. Se pierde de vista que se trata de una relación en la que
dos sujetos interactúan y que, por lo tanto, se trata de un vínculo complejo,
que no es unidireccional. Se ha estigmatizado la pregunta “¿qué hace la mujer?”,
como si la misma implicara una legitimación de una agresión, cuando, en
realidad, es reconocerle un lugar activo (que en la realidad lo tiene) para que pueda
pensar sus propias acciones tendientes a modificar la situación. Pero la idea
del hombre-monstruo, por muy tranquilizadora que sea para aliviar conciencias,
no expresa bien la realidad. Esto no significa, entiéndase, que una persona
merezca ser agredida por algo que haga o no haga, pero da elementos para
entender la agresión y, por lo tanto, para actuar con mayor eficacia sobre una
conducta violenta.
No basta con hacer anuncios repetitivos de que
denuncien las situaciones que puedan sufrir, es necesario dotarlas de más
herramientas: un sostén económico, si es cabeza de familia; una vivienda que no
sea un refugio invivible y transitorio; una asistencia psicológica. Una cosa es
asistir a un sujeto activo, y otra proteger a una (potencial) víctima indefensa.
La diferencia de enfoque es notoria.
Por otra parte, un hombre que actúa
violentamente muestra, a priori, una gran carga de frustración y una
imposibilidad (o gran dificultad) para tramitar la misma. O bien puede padecer
de algún trastorno psiquiátrico o ser un psicópata. Meterlo en la cárcel
después de que ocasionó un daño irreparable no lo mejora.
Si en vez de pensar en términos de “violencia de
género” eliminamos la calificación y observamos un vínculo violento, vamos a
ver dos (o más) sujetos enredados en una relación destructiva. Ante eso ¿nos
interesa encontrar un culpable o desactivar el caudal destructivo de la
relación?
Si en vez de actuar de manera punitiva tomamos
un enfoque proactivo, y en vez de ver culpables vemos actores enredados en un
vínculo nefasto, quizás podamos imaginar otras formas de intervención.
Para pensar nuevos abordajes debemos partir de
un dato elemental: las personas tenemos dos componentes, uno singular y uno
social. Entonces la persona singular tiene responsabilidad sobre su conducta,
pero ésta está también influida por el medio social. Dicho en otras palabras,
no podemos responsabilizar de manera total y absoluta a una persona sin hacernos
cargo de que, como sociedad, influimos en la formación de esa persona.
Traducido: el problema no es del otro, también es nuestro.
En cuanto a la singularidad ¿por qué, ante una
denuncia, en vez de dictar una medida judicial de no acercamiento, no se
habilita a la intervención obligatoria de un equipo de salud mental? Una
entrevista (o las que fueran necesarias) con la persona denunciante y la
persona denunciada puede brindar pistas sobre la posibilidad de intervención
terapéutica (en principio compulsiva) tendiente a una eventual modificación de
las conductas. Pero, antes que nada, para evaluar la potencial peligrosidad de
la relación y, por lo tanto, el grado de involucramiento estatal en la
disolución de la misma. La acción es más eficaz cuanto mejor se discriminan las
situaciones, no siempre se debe actuar igual.
Pero la mirada punitiva tiene eficacia en otro
nivel. Siempre ha sido una bandera de la derecha política. En nuestro país esta
última ola punitiva comenzó con las campañas del falso ingeniero Juan Carlos
Blumberg. En el particular caso que estamos enfocando, nos pone frente a una
situación cuya base de distinción es biológica: hombres – potenciales agresores,
y mujeres – potenciales víctimas. Los razonamientos en los que se apoya esta
visión, ya pocas veces se centran en lo biológico (aunque hay referencias a la
testosterona), pues quedaron desprestigiados desde mediados del siglo pasado, pero
su reemplazo por lo cultural (el patriarcado) no cambia la ecuación que
presenta una contradicción irreductible entre hombres y mujeres. La complementariedad
se vuelve, en esta mirada, oposición.
Ahora bien, si la diferencia sustancial es
biológica, se diluyen o morigeran otros parámetros de análisis, particularmente
el social. Entonces, el problema no es el capitalismo, sino el patriarcado; no
es la lucha de clases, sino la lucha de sexos; no es la explotación del hombre
por el hombre, sino el machismo.
Los medios de difusión masiva nos recuerdan a
diario el asesinato de mujeres (los femicidios), y su alarmante número. Pero,
¿quién sabe cuántos muertos se producen en el mismo período por condiciones
laborales (enfermedades profesionales y accidentes de trabajo)? Pocas personas
saben que mueren más personas por condiciones laborales que por femicidios. Centrar
la atención en estos ¿no nos hace desatender los otros, al punto de ni saber
cuántos son?
En ambos casos se trata de muertes potencialmente
evitables (no todas, lamentablemente, pero sí muchas de ellas). La mirada
punitiva ayuda a que se sigan produciendo unas y a que sigan inobservadas las
otras. ¿No ha llegado el momento de replantear las cuestiones?
Constantemente
la prensa informa sobre nuevos casos de femicidios, y se alzan voces indignadas
sobre la persistencia (y aun el aumento) del fenómeno. Ahora fue el caso de
Úrsula Bahillo, una casi niña de 18 años, y luego serán otras. Cada uno de
estos asesinatos duelen. ¿A nadie se le ocurrió pensar que han fracasado las
políticas para impedirlos, comenzando por la propia figura del “femicidio”? “Femicidio”,
o su sinónimo “feminicidio” es, según la Real Academia Española, el “asesinato de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia”. ¿Acaso importa el motivo, si el hecho
resulta evitable? En nuestro país, y en muchos otros, se ha adoptado un
paradigma punitivo para intentar combatir este fenómeno, generando más
problemas que soluciones, obturando formas de intervención que podrían ser más
eficaces para minimizar el fenómeno. Es necesario analizar con algún
detenimiento la cuestión para poder pensar formas alternativas.
En primer lugar, esta figura penal rompe un
principio básico de igualdad ante la ley: implícitamente la vida de una mujer
se considera más valiosa que la de un hombre, toda vez que es penado con mayor
gravedad la muerte de una mujer a manos de su pareja o ex pareja, que a la
inversa.
En segundo lugar, la acción punitiva sólo es
eficaz a posteriori del hecho. La reacción
estatal no impide la conducta. La conducta de un potencial asesino no se rige
racionalmente; ningún homicida hace cálculos racionales para desistir de su
acción. La complementación con cursos informativos (ley “Micaela”) es de una
ingenuidad conmovedora: descansa en el supuesto de que mediante un curso (o
varios) se incide de manera decisiva en la idiosincrasia de una población.
En tercer lugar, subyace a estas posturas la
idea de que una mayor pena elimina o morigera un tipo de delito. Está harto
demostrado en el mundo que no es así.
En cuarto lugar, medidas “precautorias” como las
restricciones perimetrales quedan, en la mayoría de los casos, libradas a que
el potencial agresor las cumpla voluntariamente, ya que no hay capacidad
estatal real de imponerlas.
Todo esto revierte en nuevas muertes evitables,
ya que éste es, quizás, el tipo de homicidio más previsible y, por lo tanto,
más posible de impedir. Pero para eso es necesario abandonar el paradigma
punitivo, que organiza una disposición muy conveniente para otras cuestiones
que luego abordaremos, a saber: mujer-potencial víctima; hombre-potencial
victimario. Ver a la mujer como un sujeto pasivo, blanco de agresión, refuerza
su lugar de inacción. Se pierde de vista que se trata de una relación en la que
dos sujetos interactúan y que, por lo tanto, se trata de un vínculo complejo,
que no es unidireccional. Se ha estigmatizado la pregunta “¿qué hace la mujer?”,
como si la misma implicara una legitimación de una agresión, cuando, en
realidad, es reconocerle un lugar activo (que en la realidad lo tiene) para que pueda
pensar sus propias acciones tendientes a modificar la situación. Pero la idea
del hombre-monstruo, por muy tranquilizadora que sea para aliviar conciencias,
no expresa bien la realidad. Esto no significa, entiéndase, que una persona
merezca ser agredida por algo que haga o no haga, pero da elementos para
entender la agresión y, por lo tanto, para actuar con mayor eficacia sobre una
conducta violenta.
No basta con hacer anuncios repetitivos de que
denuncien las situaciones que puedan sufrir, es necesario dotarlas de más
herramientas: un sostén económico, si es cabeza de familia; una vivienda que no
sea un refugio invivible y transitorio; una asistencia psicológica. Una cosa es
asistir a un sujeto activo, y otra proteger a una (potencial) víctima indefensa.
La diferencia de enfoque es notoria.
Por otra parte, un hombre que actúa
violentamente muestra, a priori, una gran carga de frustración y una
imposibilidad (o gran dificultad) para tramitar la misma. O bien puede padecer
de algún trastorno psiquiátrico o ser un psicópata. Meterlo en la cárcel
después de que ocasionó un daño irreparable no lo mejora.
Si en vez de pensar en términos de “violencia de
género” eliminamos la calificación y observamos un vínculo violento, vamos a
ver dos (o más) sujetos enredados en una relación destructiva. Ante eso ¿nos
interesa encontrar un culpable o desactivar el caudal destructivo de la
relación?
Si en vez de actuar de manera punitiva tomamos
un enfoque proactivo, y en vez de ver culpables vemos actores enredados en un
vínculo nefasto, quizás podamos imaginar otras formas de intervención.
En cuanto a la singularidad ¿por qué, ante una
denuncia, en vez de dictar una medida judicial de no acercamiento, no se
habilita a la intervención obligatoria de un equipo de salud mental? Una
entrevista (o las que fueran necesarias) con la persona denunciante y la
persona denunciada puede brindar pistas sobre la posibilidad de intervención
terapéutica (en principio compulsiva) tendiente a una eventual modificación de
las conductas. Pero, antes que nada, para evaluar la potencial peligrosidad de
la relación y, por lo tanto, el grado de involucramiento estatal en la
disolución de la misma. La acción es más eficaz cuanto mejor se discriminan las
situaciones, no siempre se debe actuar igual.
Pero la mirada punitiva tiene eficacia en otro
nivel. Siempre ha sido una bandera de la derecha política. En nuestro país esta
última ola punitiva comenzó con las campañas del falso ingeniero Juan Carlos
Blumberg. En el particular caso que estamos enfocando, nos pone frente a una
situación cuya base de distinción es biológica: hombres – potenciales agresores,
y mujeres – potenciales víctimas. Los razonamientos en los que se apoya esta
visión, ya pocas veces se centran en lo biológico (aunque hay referencias a la
testosterona), pues quedaron desprestigiados desde mediados del siglo pasado, pero
su reemplazo por lo cultural (el patriarcado) no cambia la ecuación que
presenta una contradicción irreductible entre hombres y mujeres. La complementariedad
se vuelve, en esta mirada, oposición.
Ahora bien, si la diferencia sustancial es
biológica, se diluyen o morigeran otros parámetros de análisis, particularmente
el social. Entonces, el problema no es el capitalismo, sino el patriarcado; no
es la lucha de clases, sino la lucha de sexos; no es la explotación del hombre
por el hombre, sino el machismo.
En ambos casos se trata de muertes potencialmente
evitables (no todas, lamentablemente, pero sí muchas de ellas). La mirada
punitiva ayuda a que se sigan produciendo unas y a que sigan inobservadas las
otras. ¿No ha llegado el momento de replantear las cuestiones?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario