jueves, 11 de febrero de 2021

El Agotamiento de la Figura de Femicidio

El agotamiento de la figura de femicidio


Constantemente la prensa informa sobre nuevos casos de femicidios, y se alzan voces indignadas sobre la persistencia (y aun el aumento) del fenómeno. Ahora fue el caso de Úrsula Bahillo, una casi niña de 18 años, y luego serán otras. Cada uno de estos asesinatos duelen. ¿A nadie se le ocurrió pensar que han fracasado las políticas para impedirlos, comenzando por la propia figura del “femicidio”? “Femicidio”, o su sinónimo “feminicidio” es, según la Real Academia Española, el “asesinato de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia. ¿Acaso importa el motivo, si el hecho resulta evitable? En nuestro país, y en muchos otros, se ha adoptado un paradigma punitivo para intentar combatir este fenómeno, generando más problemas que soluciones, obturando formas de intervención que podrían ser más eficaces para minimizar el fenómeno. Es necesario analizar con algún detenimiento la cuestión para poder pensar formas alternativas.
En primer lugar, esta figura penal rompe un principio básico de igualdad ante la ley: implícitamente la vida de una mujer se considera más valiosa que la de un hombre, toda vez que es penado con mayor gravedad la muerte de una mujer a manos de su pareja o ex pareja, que a la inversa. 

En segundo lugar, la acción punitiva sólo es eficaz a posteriori del hecho. La reacción estatal no impide la conducta. La conducta de un potencial asesino no se rige racionalmente; ningún homicida hace cálculos racionales para desistir de su acción. La complementación con cursos informativos (ley “Micaela”) es de una ingenuidad conmovedora: descansa en el supuesto de que mediante un curso (o varios) se incide de manera decisiva en la idiosincrasia de una población. 

En tercer lugar, subyace a estas posturas la idea de que una mayor pena elimina o morigera un tipo de delito. Está harto demostrado en el mundo que no es así. En cuarto lugar, medidas “precautorias” como las restricciones perimetrales quedan, en la mayoría de los casos, libradas a que el potencial agresor las cumpla voluntariamente, ya que no hay capacidad estatal real de imponerlas. 

Todo esto revierte en nuevas muertes evitables, ya que éste es, quizás, el tipo de homicidio más previsible y, por lo tanto, más posible de impedir. Pero para eso es necesario abandonar el paradigma punitivo, que organiza una disposición muy conveniente para otras cuestiones que luego abordaremos, a saber: mujer-potencial víctima; hombre-potencial victimario. Ver a la mujer como un sujeto pasivo, blanco de agresión, refuerza su lugar de inacción. Se pierde de vista que se trata de una relación en la que dos sujetos interactúan y que, por lo tanto, se trata de un vínculo complejo, que no es unidireccional. Se ha estigmatizado la pregunta “¿qué hace la mujer?”, como si la misma implicara una legitimación de una agresión, cuando, en realidad, es reconocerle un lugar activo (que en la realidad lo tiene) para que pueda pensar sus propias acciones tendientes a modificar la situación. Pero la idea del hombre-monstruo, por muy tranquilizadora que sea para aliviar conciencias, no expresa bien la realidad. Esto no significa, entiéndase, que una persona merezca ser agredida por algo que haga o no haga, pero da elementos para entender la agresión y, por lo tanto, para actuar con mayor eficacia sobre una conducta violenta. 

No basta con hacer anuncios repetitivos de que denuncien las situaciones que puedan sufrir, es necesario dotarlas de más herramientas: un sostén económico, si es cabeza de familia; una vivienda que no sea un refugio invivible y transitorio; una asistencia psicológica. Una cosa es asistir a un sujeto activo, y otra proteger a una (potencial) víctima indefensa. La diferencia de enfoque es notoria. 

Por otra parte, un hombre que actúa violentamente muestra, a priori, una gran carga de frustración y una imposibilidad (o gran dificultad) para tramitar la misma. O bien puede padecer de algún trastorno psiquiátrico o ser un psicópata. Meterlo en la cárcel después de que ocasionó un daño irreparable no lo mejora. 

Si en vez de pensar en términos de “violencia de género” eliminamos la calificación y observamos un vínculo violento, vamos a ver dos (o más) sujetos enredados en una relación destructiva. Ante eso ¿nos interesa encontrar un culpable o desactivar el caudal destructivo de la relación? Si en vez de actuar de manera punitiva tomamos un enfoque proactivo, y en vez de ver culpables vemos actores enredados en un vínculo nefasto, quizás podamos imaginar otras formas de intervención. 

Para pensar nuevos abordajes debemos partir de un dato elemental: las personas tenemos dos componentes, uno singular y uno social. Entonces la persona singular tiene responsabilidad sobre su conducta, pero ésta está también influida por el medio social. Dicho en otras palabras, no podemos responsabilizar de manera total y absoluta a una persona sin hacernos cargo de que, como sociedad, influimos en la formación de esa persona. Traducido: el problema no es del otro, también es nuestro. 

En cuanto a la singularidad ¿por qué, ante una denuncia, en vez de dictar una medida judicial de no acercamiento, no se habilita a la intervención obligatoria de un equipo de salud mental? Una entrevista (o las que fueran necesarias) con la persona denunciante y la persona denunciada puede brindar pistas sobre la posibilidad de intervención terapéutica (en principio compulsiva) tendiente a una eventual modificación de las conductas. Pero, antes que nada, para evaluar la potencial peligrosidad de la relación y, por lo tanto, el grado de involucramiento estatal en la disolución de la misma. La acción es más eficaz cuanto mejor se discriminan las situaciones, no siempre se debe actuar igual. 

Pero la mirada punitiva tiene eficacia en otro nivel. Siempre ha sido una bandera de la derecha política. En nuestro país esta última ola punitiva comenzó con las campañas del falso ingeniero Juan Carlos Blumberg. En el particular caso que estamos enfocando, nos pone frente a una situación cuya base de distinción es biológica: hombres – potenciales agresores, y mujeres – potenciales víctimas. Los razonamientos en los que se apoya esta visión, ya pocas veces se centran en lo biológico (aunque hay referencias a la testosterona), pues quedaron desprestigiados desde mediados del siglo pasado, pero su reemplazo por lo cultural (el patriarcado) no cambia la ecuación que presenta una contradicción irreductible entre hombres y mujeres. La complementariedad se vuelve, en esta mirada, oposición. 

Ahora bien, si la diferencia sustancial es biológica, se diluyen o morigeran otros parámetros de análisis, particularmente el social. Entonces, el problema no es el capitalismo, sino el patriarcado; no es la lucha de clases, sino la lucha de sexos; no es la explotación del hombre por el hombre, sino el machismo. 

Los medios de difusión masiva nos recuerdan a diario el asesinato de mujeres (los femicidios), y su alarmante número. Pero, ¿quién sabe cuántos muertos se producen en el mismo período por condiciones laborales (enfermedades profesionales y accidentes de trabajo)? Pocas personas saben que mueren más personas por condiciones laborales que por femicidios. Centrar la atención en estos ¿no nos hace desatender los otros, al punto de ni saber cuántos son? 

En ambos casos se trata de muertes potencialmente evitables (no todas, lamentablemente, pero sí muchas de ellas). La mirada punitiva ayuda a que se sigan produciendo unas y a que sigan inobservadas las otras. ¿No ha llegado el momento de replantear las cuestiones?



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